Desde
que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño
proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada.
Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa
herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus
días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y
reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los
gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino
más denso que la mugre de su miseria.
Me
congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar
proletario.
El
padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le
pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla
es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño
el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en
tranvía para vender sus periódicos. En la escuela,
que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros
ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución
de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio
para conservar el fiado.
En
mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
Stroppani
era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado
por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección
a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado!
no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos
en grande.
Evidentemente,
la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario,
esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
Con el correr de los años el niño proletario se convierte
en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis
y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse
para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones.
Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros
jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la
bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así,
gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender
(o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte
en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra
el círculo, exasperadamente se completa.
¡Estropeado!,
con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los
periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando
hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
La
execración de los obreros también nosotros la llevamos
en la sangre.
Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así
ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y
nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué
nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco
lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los
periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado
de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con
la cara blanca de terror, oh por ese color blanco de terror en las
caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo
aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado
nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía
de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo
de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con
la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La
cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo
de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante
de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo,
con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se
aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba
a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de
mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó
la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después
ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo
ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio
con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
No
desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
Nosotros
quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza
se penetran y llegan a su culminación.
Porque
el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante
con destellos que también a nosotros venían a herirnos
en los ojos y en los órganos del goce.
Porque
el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito
sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos,
amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba
ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo,
arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó
encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño
de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego
en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada
pasión: él primero, clavó primero el vidrio
triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado!
y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida
hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del
ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar
el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo
traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado
filoso para el amor.
Esteban
y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas
bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban
y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos
y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban
a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar,
ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el
barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
A
Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad
y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo
que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de
objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol.
Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban
entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos
y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé.
Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol.
Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras
tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco
rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un
alarido. La inocencia del justiciero placer.
Esteban
y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban
le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé
un pie con un punzón a través de la suela de soga
de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté
uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies,
que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos,
correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías
amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
—Yo
quiero succión —crují.
Esteban
se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban
terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro
para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía
entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las
cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón.
Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta
que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era
un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no
eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso,
crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro,
mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja
hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones
rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino
argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente
en la tardanza.
Gustavo
pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista.
Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado!
le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que
¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis
el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía,
así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo
los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera
a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía,
ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente
tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera
que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que
se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría
y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal.
Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro
de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente
aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé
mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él
volqué, años después, mi primera y trémula
eyaculación.
Porque
la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier
vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de
batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y
así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi
lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño
la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello,
eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
Descansaba
Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno.
Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada
en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo
obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía
lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos,
como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara
protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado
por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo
de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos.
En el estilo más feroz el punzón le vació los
ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó
Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio
esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté
el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco
dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le
arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado!
y le impartí la parca orden:
—Habrás
de lamerlo. Succión—
¡Estropeado!
se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme
daño, aumentándome el placer.
A
otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los
que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije,
incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de
liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía
para mi crujir.
Era
un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero
también vendrá por mí. Mi muerte será
otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
Desde
la torre fría y de vidrio . De sde donde he con templado
después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías
del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna
vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia
sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me
dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás
decía y eso es lo que digo. La exasperación no me
abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
Desde
este ángulo de agonía la muerte de un niño
proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es
un hecho perfecto.
Los
despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano
los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los
ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola
recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión.
Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la
tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre
la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me
lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían
que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar
el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado!
y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía
salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en
la boca el punzón para sentir el frío del metal junto
a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar.
Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada
de animal.
—Ahora
hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
—Con un alambre —dijo Estebanñ en la calle de
tierra don de empieza el barrio precario de los desocupados.
—Y adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
Remontamos
el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado.
Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo
la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua
quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.